abril 16, 2008




María Blanchard
Nature morte cubiste, c. 1917 (Bodegón cubista)
Óleo sobre lienzo, 55 x 32,5 cm



La creación cubista de María Blanchard se desarrolló a lo largo de un periodo relativamente corto de tiempo, de 1916 a 1920. A juicio de Gaya Nuño, esa etapa cubista constituyó para ella una «liberación» (1) , dando a entender que la pintora pudo liberarse de los rigores de la academia y la incomprensión hacia las iniciativas renovadoras que lastraban los ámbitos culturales españoles. Azcoaga, en una línea similar, matizó esa liberación producida en ella por el cubismo como un ejercicio disciplinado de depuración formal que constituiría el fundamento de su concepción pictórica posterior (2). Campoy por su parte, destacó a María Blanchard como una «humanizadora» del cubismo (3), mientras que V. Bozal señalaba en toda su obra algo que compartía con Juan Gris: una veta nunca perdida de clasicismo(4) . Cuando inició su periodo cubista, María Blanchard ya tenía una trayectoria, ya que a sus estudios en Madrid con Emilio Sala, Fernando Álvarez de Sotomayor y Manuel Benedito hay que sumar su participación en exposiciones nacionales de Bellas Artes, consiguiendo cierto reconocimiento. También había vivido en París en dos estancias gracias a becas de la Diputación y el Ayuntamiento de Santander en 1909 la primera, y de 1912 a 1914 la segunda, aunque fue en 1916 cuando se estableció definitivamente en la capital francesa y daría comienzo a la etapa cubista, antesala de su obra figurativa de madurez. Antes de ese tercer y definitivo viaje a París, María Blanchard había participado en 1915 en la Exposición de Pintores Íntegros, organizada por Ramón Gómez de la Serna en Madrid: una ocasión para reunir a diversos artistas renovadores entre los cuales estaba, además de ella, el mexicano Diego Rivera, cuya pintura estaba entonces influida por el cubismo. La pintora había tenido un contacto escalonado con este movimiento: primero en 1912 a raíz de su segundo viaje a París, cuando conoció a Juan Gris, que sería una influencia fundamental en su pintura. Una segunda ocasión, dos años más tarde, la puso en contacto de nuevo con Rivera y con Lipchitz a quien había conocido a la vez que a Gris; pero en esta segunda ocasión el escultor lituano se había iniciado ya en el cubismo(5) . Sin embargo, en 1914 María Blanchard todavía no se había adentrado en la estética cubista y mostraba un interés mayor por una forma muy personal de figuración de la que uno de sus mejores exponentes es La Communiante (La comulgante, Madrid, col. part.). Pero esta línea de trabajo no saldría a la luz plenamente más que una vez completado el ciclo cubista, ya en 1920-21, cuando expuso ese cuadro en París obteniendo un considerable éxito y dando paso entonces a su estilo maduro en el contexto del retorno al orden.

El viaje a París de 1916, en el que la pintora tuvo que enfrentarse a dificultades económicas sin cuento, supuso algo más que un cambio de lugar. Trajo consigo la experimentación cubista y la adscripción al mundo inquieto de la vanguardia parisina. María Blanchard contaba con serias desventajas respecto a sus colegas, las mayores derivadas de sus problemas físicos que siempre le habían acarreado gran sufrimiento y el rechazo de muchos ante una deformidad corporal que marcó toda su vida. En la constitución de su propio lenguaje cubista, María Blanchard recibió el espaldarazo de una relación amistosa afianzada con Gris, Lipchitz y André Lhote. De todos, sin embargo, la más influyente fue la obra de Juan Gris, con quien compartió amistad y comunicación continuadas hasta la muerte de él, en 1927, aunque en los últimos años esa relación se había enfriado considerablemente. Sin embargo, esta conexión tan estrecha con la pintura de Juan Gris ha sido causa de que esta etapa cubista se haya valorado en menor medida que su obra posterior, empezando por Kahnweiler que la consideró, más que nada, seguidora de Gris, y acabando por Gabriel Ferrater, para quien su cubismo fue una etapa de retroceso y de asunción de un concepto pictórico, de una «manera ajena» a su propia sensibilidad(6). Léonce Rosenberg, el marchante parisino que le compraría a María Blanchard toda su producción cubista en 1920, reconocía la gran cercanía de la pintora a los planteamientos de Juan Gris, pero destacaba un rasgo propio en la obra de ella: «un brillo, una composición, una tonalidad más humana y menos científica» (7). María Blanchard supo asimilar la lección de los diferentes cubismos: desde Picasso y Braque, a Lhote, Gleizes y Metzinger, y desde el cubismo analítico al sintético, en cuyo territorio decidió explorar, siendo su referente las «arquitecturas planas y coloreadas» de Juan Gris(8) .

Un rasgo propio de María Blanchard es su personal forma de asimilar los presupuestos cubistas, así como la coreografía estructurada y clara de sus formas, que no llegan a «deshacerse» nunca ni a transformarse en abstractas. También el color de sus composiciones ha sido destacado como un elemento particular, y en este sentido se ha resaltado la importancia del aprendizaje con Anglada y sobre todo con Kees van Dongen en París en 1909. La «riqueza colorista contenida»(9)es un aspecto muy apreciado en sus composiciones cubistas y, aunque atemperados, algunos de sus vivos colores evocan un cromatismo de ascendencia fauve y algunos recursos cromáticos derivados.

Nature morte cubiste es un buen ejemplo de estos aspectos del cubismo de María Blanchard. La composición responde a un género muy utilizado por los cubistas, pero que pudo ya antes ser valorado por ella por influencia de uno de sus primeros maestros en Madrid, Manuel Benedito: la naturaleza muerta. Botella, compotera y mueble sobre el que se asientan constituyen la excusa temática para este pequeño lienzo que posee un gran equilibrio. La botella, según el neologismo botellismo que utilizó Ramón Gómez de la Serna en sus Ismos, es muy utilizada por los cubistas «porque es un objeto claro que procede del cilindro y de la esfera, siendo a la vez un objeto de una familiaridad fraterna» (10). Ramón, que conocía a María Blanchard y le dedicó algunas páginas memorables, tenía razón al señalar esos rasgos geométricos que hicieron de las botellas y las copas objetos por antonomasia de la indagación cubista. En este cuadro, la botella establece una pauta vertical, casi columnaria, que equilibra las líneas oblicuas y curvas que predominan en la composición. Como en otros cuadros suyos, la botella aparece dividida en dos partes, una clara y otra oscura.

María Blanchard instala su motivo sobre un fondo de dos grandes planos oscuros –negro y pardo– que preparan los máximos contrastes lumínicos obtenidos mediante blancos, amarillos y grises claros. Lo espeso de la pasta pictórica densa pero aplanada, deja ver colores elaborados, quebrados mediante mezclas que proporcionan consistencia plástica a cada plano. Hay un elemento táctil en ese tratamiento de las texturas superficiales de los blancos que parecen despegarlos del fondo, haciéndolos avanzar hacia delante. Un carácter plástico y un contraste lumínico que nos hacen valorar lo que también dijera Gómez de la Serna de la Blanchard: «llegándose a sospechar que Zurbarán pudo haber sido el maestro secreto de la pintora cubista»(11). Entre esos claros y el fondo se despliegan matices intermedios, otros grises más oscuros y zonas de rojos intensos. A manera de acentos, la pintora emplea aún otros colores más saturados que dosifica en la medida justa para dar intensidad cromática: pequeños planos verde esmeralda y otros violeta aún más pequeños. En este juego de colores se presenta sutilmente el contraste de complementarios, ya que María Blanchard establece ponderadas correspondencias entre los pares rojo-verde y amarillo-violeta.

Kahnweiler destacaba en la obra de Juan Gris lo que llamaba las rimas pictóricas de éste: formas que se repiten como eco unas de otras aunque formen parte de objetos diferentes, estableciendo así vínculos poéticos entre cosas diversas(12) . En este bodegón de María Blanchard pueden apreciarse también: el perfil de la boca de la botella se repite en grande e invertido en el pie del frutero; la curva superior de éste se corresponde con la curva debajo de la botella que cierra la composición.

Por otro lado, el dibujo es un elemento estructurador fundamental en su obra, siempre alabado por los críticos y calificado por unos de enérgico y expresivo; por otros de plástico y volumétrico. Es cierto que, desde sus años de formación, el dibujo constituyó una disciplina esencial, aunque en las obras cubistas las líneas se reducen a algunos contornos o detalles descriptivos, y lo dibujístico se constituye sobre todo como dibujo plástico y cromático. María Blanchard dibuja las formas perfilando bien sus planos, buscando contrastarlos con efectos de claro frente a oscuro, o bien de color contra color. Los perfiles quebrados de los planos siempre encuentran una definición neta, estructurándose con claridad, y en este sentido hablamos de un dibujo que, sin hacer uso de líneas, construye perfiles y separa formas, aunque a esa separación y construcción contribuyen en igual medida el color y la luz, un concepto cezanniano fundamental que el cubismo, sobre todo en su fase sintética, había hecho plenamente suyo.

Carmen Bernárdez


IInscripciones
Firmado en el ángulo inferior derecho: «M. BLANCHARD»

Procedencia
Sala Barcino, Barcelona / Colección Llovet, Barcelona / Galería Guillermo de Osma, Madrid

Bibliografía
Arco 99, Madrid, 1999, p. 251, rep

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(1) Gaya Nuño, J. A., Arte del siglo XX, Madrid, Plus-Ultra, 1958, p. 137 (Ars Hispaniae, XXII). volver al texto

(2) Azcoaga, E., «María Blanchard, deudora del Cubismo» en María Blanchard 1881-1932, Madrid, M.E.A.C., 1982, p. 70. volver al texto

(3) Campoy, A. M., María Blanchard, Madrid, Gavar, 1981, p. 57. volver al texto

(4) Bozal, V., Pintura y escultura españolas del siglo XX, Madrid, Espasa Calpe, 1993, vol. I, p. 305 (Summa Artis, XXXVI). volver al texto

(5) Pasaron un tiempo en Mallorca en el verano de 1914 con Angelina Beloff, amiga de María Blanchard y compañera de Rivera, y Gregoire Landau. volver al texto

(6)Ferrater, G., Sobre pintura, Barcelona, Seix Barral, 1981, p. 321. volver al texto

(7)Texto de Léonce Rosenberg,en Caffin Madaule, L., Catalogue raisonné des oeuvres de Maria Blanchard, London, DACS, 1992, p. 15. volver al texto

(8) Kahnweiler, D.-H., El camino hacia el Cubismo, Barcelona, Quaderns Crema, 1997, p. 82. volver al texto

(9)Salazar, Mª J., «Aproximación a la vida y a la obra de María Blanchard» en María Blanchard, 1881-1932, Madrid, MEAC, 1982, p. 18. volver al texto

(10)Los ismos de Ramón Gómez de la Serna y un apéndice circense, Madrid, MNCARS, 2002, p. 312. volver al texto

(11) Texto de Ramón Gómez de la Serna en María Blanchard 1881-1932, Madrid, Galería Biosca, 1976, p. 93. volver al texto

(12)Kahnweiler, D.-H., Juan Gris, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1971, p. 257. volver al texto



Rafael Barradas
Bodegón, 1919
Óleo sobre cartón, 50 x 57 cm


Junto a las peculiaridades de su lenguaje plástico, quien conoce la obra de Rafael Barradas la asocia de inmediato con intensas escenas callejeras, con interiores de café, con extáticas fisonomías de tipos populares o con representaciones del entorno familiar del artista. Pocos, escasísimos, bodegones y naturalezas muertas realizó Barradas a lo largo de su producción. Y, además, los que conocemos hoy día, aun siendo de fecha similar, son muy distintos a este óleo sobre cartón firmado en 1919. Si acaso, aunque tampoco de manera sustancial, los objetos presentes sobre la tela remiten a los que aparecen en algunas representaciones de Pilar (Simona Laínez), la mujer del artista. Las representaciones de Pilar a las que me refiero, que tampoco son muchas, la recluyen en la cocina. Y de cocina son los azulejos, la ventana, la jarra, la orza, el cuenco, la botella y la cafetera representados. De cocina pobre. Cuando menos de cocina modesta. Sólo en la tradición figurativa española se han relacionado bodegón y pobreza. A la tradición figurativa europea esta relación seguramente le parecería una contradicción sin sentido o, cuando menos, una paradoja a desentrañar. Barradas no pertenecía a la tradición de la pintura española. Pasó por España, precisamente, para cambiar esta tradición. Pero la ideología estética de Barradas (en la que incluyo su visión política de las cosas) sí hizo primado del homenaje plástico a todo aquello que no poseía más recursos que la propia voluntad de existir. Hay, por tanto, si se quiere, en este bodegón de cocina humilde claves sociológicas y de género. Las hay si se las quiere subrayar, porque lo que parece evidente es que al artista más que el motivo ­–por más que este motivo le identifique– lo que le ha interesado es el ejercicio pictórico en sí mismo. Barradas siempre pintaba lo que tenía cerca. Cerca en el pleno sentido del término.

El primer impacto de la obra es caógeno. Pero a poco que el espectador se detenga en ella descubre todo lo contrario: una estructura compositiva certera y meditada. La botella multicolor hace de eje entre dos diagonales que acaban componiendo una fuerte y direccional punta de flecha. El esquema compositivo hace que la obra sea sólida y dinámica a un tiempo. Pero junto a este esquema compositivo tan sencillo, aunque tan trabado, llama la atención la disparidad en el tratamiento icónico de los objetos representados. Algunos objetos, especialmente los de color blanco, muestran a las claras la contundencia de su forma mientras otros parecen descomponerse en planos de color trazados por restregadas pinceladas en pasos. Esta diversidad figurativa dota a la obra de una especial intensidad. Estamos, por tanto, ante una pieza singular en la producción de Barradas, y no sólo por su tema, sino también, especialmente, por su rasgos estilísticos.

Cuando Barradas pintó este Bodegón, las circunstancias materiales de su vida, siempre tan precarias, habían encontrado, quizás, un breve momento de sosiego. El pintor se había trasladado de Barcelona a Madrid en agosto de 1918. A sus tareas como ilustrador gráfico y fabricante de juguetes, logrados nada más arribar a la capital, vino a sumarse, en 1919, el trabajo como figurinista y escenógrafo para la compañía de Martínez Sierra en el Teatro Eslava. Los Barradas pudieron mudarse de la calle del León al Paseo de Atocha: pocos lujos en el cambio, pero ganaron un poquito de espacio y una habitación con ventanal amplio donde la entrada de luz era algo más generosa. Las numerosas ocupaciones acabaron a la larga mermando la salud del artista. Afortunadamente, por el momento, la producción de pinturas no se resintió del todo. Pero el traslado de ciudad y la mejora en las condiciones de vida sí estuvieron acompañados de un cierto cambio de la relación de la pintura de Barradas con el arte de vanguardia. El Bodegón de 1919 que comentamos ha sido llamado en alguna ocasión Bodegón vibracionista. El vibracionismo fue la modalidad pictórica con la que se presentó al público Barradas en Barcelona en 1917. Como vibracionistas se rotularon en catálogo algunas de las piezas presentadas en Madrid, en abril de 1919, en la librería Mateu. Sin embargo, para esa fecha el artista ya había comenzado a elaborar otra instancia de su producción a la que él mismo, según comentario de Manuel Abril(1) , dio el apelativo de cubista.

Como es sabido, a Barradas le gustaba nombrar con una desinencia en ismo cada momento o cada variación de su producción entre los años 1917 y 1925: vibracionismo, cubismo, clownismo, planismo, incluso faquirismo, escrito en su momento con k, fueron las denominaciones elegidas. En realidad, el artista sólo se presentó a sí mismo como vibracionista, dejando por escrito referencias útiles para establecer una posible definición de la tendencia. En una velada ultraísta, celebrada en Madrid en 1921, al parecer presentó a los asistentes su clownismo, pero tampoco quedó constancia escrita sobre los presupuestos plásticos de esta modalidad(2) . La existencia de los demás ismos barradianos la conocemos a través de los escritos coetáneos de Manuel Abril(3) , como ya ha quedado anticipado, y por indagaciones y comentarios posteriores. Y la manía barradiana por la prolija nomenclatura ísmica sólo fue comparable con la de Ramón Gómez de la Serna.

En realidad, y desde una clarificadora visión retrospectiva, la obra de Barradas entre 1917 y 1925 puede ser entendida en dos momentos fundamentales: uno de captación y reconsideración personal de las primeras vanguardias europeas y otra, emergente desde 1920, en la que el pintor abandona paulatinamente la fragmentación icónica y recupera las figuraciones visualmente completas, acusando quizás el impacto de las premisas del retorno al orden que comenzaban a calar en la naciente renovación plástica española. Aunque bien es cierto que el espíritu de Barradas nunca se avino con la globalidad de lo que el retorno al orden implicaba, necesitando el asunto en su caso muchas matizaciones(4) .

En cualquier caso, como propuesta plástica, al vibracionismo se le asocia habitualmente con el futurismo. La referencia a Barradas y el vibracionismo en la conocida muestra Futurismo & Futurismi, realizada en Venecia en 1986, comisariada por Pontus Hulten, consagró, valga decirlo así, esta posibilidad. Desde luego, tanto el término vibración como el concepto vibracionismo universal estuvieron presentes en los manifiestos futuristas de manera determinante y, al mismo tiempo, las obras vibracionistas de Barradas muestran claras vinculaciones con soluciones plásticas propias del contexto futurista. Pero si fuéramos exigentes o rigurosos o, al menos, si no nos dejáramos llevar por la facilidad de las simplificaciones, las deudas o las relaciones entre vibracionismo y futurismo merecerían ser aclaradas o matizadas. En pocas ocasiones afirmó Barradas la filiación futurista de su pintura, y ello a pesar del que el primer contexto barcelonés en el que actuó parecía favorecer esta posibilidad. Tampoco Torres-García, al transcribir de labios de Barradas la posible definición del vibracionismo, planteó a las claras la filiación futurista de la modalidad plástica del uruguayo(5) . Por su parte, en torno a la definición del vibracionismo, la crítica contemporánea realiza siempre el mismo zigzag: se plantea la deuda evidente del vibracionismo con el futurismo, para luego pasar a aclarar las enormes diferencias, si es que no la antinomia, entre la concepción futurista del mundo y el arte y la ideología estética y el talante humano de Barradas. Desde luego a Barradas nunca le atrajeron ni la modernolatría, ni el maquinismo, ni, por supuesto, el culto a la fuerza o la violencia. Junto a determinados recursos plásticos, si algo pudo interesar a Barradas del futurismo fue la manera en que el vitalismo estético tomaba cuerpo con el nuevo siglo. Además, las soluciones pictóricas que Barradas tomó en su momento del futurismo –y que siguió elaborando cuando el propio futurismo italiano ya había prácticamente desaparecido– eran recursos o soluciones que, a su vez, los futuristas habían tomado del cubismo. Teniendo esto en cuenta, quizás podríamos pensar que el primer crítico de arte contemporáneo del artista que habló específicamente del vibracionismo, Guillermo de Torre, acertó al plantear el asunto(6) . Estilísticamente, el texto del entonces jovencísimo experto en vanguardias rozaba lo inadmisible, pero su comprensión de asunto era, sin duda, fundamentada. De Torre, aunque habla de vibracionismo, no sitúa a Barradas en una posición ísmica concreta sino que le hace portador del encuentro entre los lenguajes cubistas, futuristas y simultaneístas que se había producido en la pintura europea justo en los años en los que se desarrollaba la Primera Guerra Mundial. El Barradas de estos años, por ejemplo, no es ajeno a la influencia de Robert Delaunay. Y esta síntesis, podríamos añadir, había propiciado una especie de estilo internacional que fue usado o utilizado por numerosos creadores del momento.

Desde esta perspectiva del asunto es como creo que hay que enfocar el hecho de que, Barradas, una vez instalado ya en Madrid, diera por superada su instancia vibracionista para pasar a un supuesto nuevo modo de hacer que denominó cubismo. Raquel Pereda(7) , en su imprescindible biografía del artista, estima que el cubismo barradiano comenzó pronto, en 1918. Para Pereda es muy importante distinguir entre vibracionismo y cubismo. La diferencia sería tanto estilística como argumental e implicaría varios cambios fundamentales. Barradas pasaría del uso de colores puros al estudio tonal, de la fragmentación del objeto a su reconsideración figurativa, del primado de la geometría estructural a la suavidad en el contraste de rectas y curvas, del colorido vibrante a la parquedad cromática esencial y, en fin, tal tránsito también implicaría el paso de los temas urbanos al predominio de lo íntimo y personal. Todas estas consideraciones son pertinentes e interesantes; pero, a través de ellas ¿cómo considerar, por ejemplo, obras como Todo a 0,65, la serie De Pacífico a Puerta de Atocha? La modalidad barradiana empleada en ellas es identificable con lo que el artista denominó cubismo y, sin embargo, la temática que acogen es propia del espacio vibracionista. Quizás, aunque los rasgos estilísticos y temáticos acabaron diferenciándose, entre el vibracionismo y el cubismo de Barradas no exista un cambio radical sino una paulatina evolución que hace difícil establecer nítidas líneas divisorias. Es más, en algunas piezas realizadas entre los años 1918 y 1920 ambos estilos llegaron a convivir. Bien es cierto que Barradas, en una primera instancia, prefirió trabajar (aunque no fuera su modo exclusivo) mediante abstractos planos de color que luego metamorfoseó en grupos de manchas sincopadas, pero la voluntad de entender la superficie de la tela como superficie ritmada y homogénea a través del color es la misma como principio plástico, tal como es similar, aunque en diverso registro, la búsqueda de la síntesis formal de lo figurado mediante rasgos esquemáticos sustanciales. No en vano, en carta a Torres-García, de difícil datación, pero seguro que de los años 1918 ó 1919, Barradas denominó sus composiciones del momento cubo-vibracionistas(8) . En cierta medida, y desde el mayor y mejor aprecio por el artista y su obra, podemos considerar que la proclividad barradiana a nombrar mediante sucesivos ismos las variaciones de su producción han complicado más que aclarado la comprensión contemporánea de su obra. Comprensión que a mi juicio se resuelve más adecuadamente si consideramos a Barradas desde la perspectiva ya mencionada; esto es, si consideramos a Barradas como un creador pleno de vitalismo estético que sumó los lenguajes de las primeras vanguardias creando un repertorio formal al que acudir en función de las necesidades de su propia práctica pictórica. El Bodegón de 1919 que comentamos puede ser visto como una síntesis de recursos cubistas, futuristas y simultaneístas, si es que no están presentes en él, también, ecos de las teorías del polaco Marjan Paszkiewicz entonces residente en Madrid. Pero cuando se habla se síntesis de ismos en Barradas no hay que desenfocar la cuestión. No estamos en presencia de un mero emulador de recetas ísmicas, estamos en presencia de algo que sólo puede definirse como lo barradiano. Su caso no fue muy distinto del de otros maestros modernos llegados a las vanguardias históricas justo al producirse el estallido de la Primera Guerra Mundial. Su destino sí fue muy distinto al de ellos. Ni Barcelona ni Madrid eran entonces escenarios muy favorables para el desarrollo de lo nuevo.

Eugenio Carmona


Inscripciones
Firmado: en el ángulo inferior derecho del cuadro: «BARRADAS – 1919»

Otros títulos de la obra
La pintura también ha sido denominada, en ocasiones, Bodegón vibracionista.

Procedencia
Herederos del artista / Galería La Pinacoteca, Barcelona / Colección privada, Barcelona /Galería Latina, Montevideo.

Exposiciones
Rafael Barradas, Madrid, Galería Jorge Mara, 1992, reproducida página 39 /
Barradas. Exposición Antológica. 1890-1929, Madrid, Zaragoza y Barcelona,
Comunidad de Madrid, Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya,
Gobierno de Aragón, 1992 - 1993, reproducida en portada (fragmento) y en la
relación interior del catálogo de obras expuestas (s/p).


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(1) Abril, Manuel, «El arte de Rafael P. Barradas», Revista de Casa América Galicia (posteriormente Alfar), nº 27, marzo de 1923, pp. 205-208. volver al texto

(2) Sobre el clownismo de Barradas, véase: SANTOS TORROELLA, Rafael, «Barradas y el clownismo, con Dalí y Lorca al fondo», Rafael Barradas, Madrid, Galería Jorge Mara, 1992, pp. 25-33. volver al texto

(3) Op.cit., nota 1. volver al texto

(4) A este respecto véase: Carmona, Eugenio, «Rafael Barradas y el “Arte Nuevo” en España, 1917-1925», Barradas. Exposición Antológica, 1890-1929, Madrid, Zaragoza, Barcelona, Comunidad de Madrid, Gobierno de Aragón, Generalitat de Catalunya, 1992-1993, Edición a cargo de Jaime Brihuega y Concha Lomba, pp. 125-129. volver al texto

(5) Torres-García, Joaquín, Universalismo constructivo, Buenos Aires, Poseidón, 1944, pp. 556 y 557. volver al texto

(6) Torre, Guillermo de, «El «vibracionismo» de Barradas», Perseo, Madrid, 1919. Recogido en García-Sedas, Pilar, Joaquim Torres-García i Rafael Barradas. Un diàleg escrit: 1918-1928, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1994, pp. 216-221. volver al texto

(7) Pereda, Raquel, Barradas, Galería Latina, Montevideo, 1989, pp. 91 y ss. volver al texto

(8) García-Sedas, op. cit., p. 117. La datación de la carta es imprecisa, pero ello no afecta al contenido aquí expresado. volver al texto





Manuel Ángeles Ortiz
Balcón abierto y plato con pescados, 1924
Óleo sobre tela, 121 x 86 cm

Las cartas que a finales de 1922 escribiera Manuel Ángeles Ortiz a Manuel de Falla son emotivos y esclarecedores documentos sobre el encuentro del entonces joven artista con el ya maduro Picasso. En Picasso se despertó una inmediata y cordial simpatía hacia su visitante, no sólo por sus gustos comunes y por el recuerdo que Ángeles Ortiz le traía, inesperadamente, de su geografía nativa, sino también porque el malagueño advirtió en el granadino de adopción un talento plástico que le interesó especialmente. Tanto fue así que Picasso quiso ejercer de inmediato sobre él una suerte de magisterio que se había negado a tener sobre tantos otros. Incluso, podríamos decirlo así, le impuso tareas o pruebas que el discípulo superó con notable éxito: estaba entonces interesado Manuel Ángeles Ortiz en resolver la problemática que había llevado al encuentro entre cubismo y nuevo clasicismo, y en varios dibujos, firmados en 1923, vemos a Manuel Ángeles Ortiz abordar la imagen académica del desnudo femenino sentado en registros de elaboración tanto cubistas y neoclasicistas como de síntesis entre ambas posibilidades.

Balcón abierto y plato con pescados es el único óleo sobre lienzo de Manuel Ángeles Ortiz firmado en el año 1924, y existen sólo dos composiciones posiblemente pintadas en 1925. No es posible, por tanto, establecer una secuencia de realizaciones tras el momento de aprendizaje con Picasso llevado a cabo en el invierno de 1923. Sí conocemos, aunque no son muchas, varias piezas cubistas (y novoclasicistas) fechadas en 1926 (1) . En algunas de estas piezas, como el conocido Bodegón de la mandolina, Manuel Ángeles Ortiz aparece emparentado, en alguna medida, con el Picasso de las grandes naturalezas muertas cubistas del año 1924, pues de hecho, la obra de Ángeles Ortiz trae a la memoria el famoso bodegón Mandolina y guitarra del Salomon R. Guggenheim Museum de Nueva York. En otras, el pintor no elude un cierto gusto decorativo, aunque sugerente y contenido. Por otro lado, en algunas de estas piezas de 1926 vemos cómo el artista sintió un especial interés por derivar la plástica cubista hacia la articulación de planos abstractos superpuestos o consecutivos, brevemente introducidos por un motivo figurado. Se trata de un tipo de comprensión de la superficie del lienzo que le relaciona en sensibilidad con el Gleizes de la segunda mitad de los años diez y más cercanamente en el tiempo, con determinadas soluciones de Gris y Pettoruti, pintores con los que Ángeles Ortiz tuvo trato asiduo desde su llegada a la capital francesa. Asimismo, en varias composiciones que tienen como motivo la guitarra, Ángeles Ortiz, al tiempo que alude tácitamente a las formas del cuerpo femenino, desarrolla, sobre planos abstractos cargados de materia, potentes arabescos que conducen las formas a su cualidad de signo. Y en algunas de estas últimas composiciones el artista llegó a ser radical en su intencionalidad y francamente hábil en los resultados obtenidos.

Como puede apreciarse, el aprendizaje cubista de Manuel Ángeles Ortiz no le llevó al mero mimetismo de soluciones dadas de antemano o periclitadas en el tiempo. El pintor supo situar sus obras en el momento preciso en que la larga trayectoria del cubismo se encontraba. E, incluso, por la fiabilidad de su posición, podría decirse que, aun teniendo en cuenta la anticipación daliniana, Manuel Ángeles Ortiz fue el responsable del renovado interés que se produjo por el cubismo en el contexto creador de la Generación del 27.

La singularidad de Balcón abierto y plato con pescados radica en ser una obra de síntesis entre determinados aspectos formales traídos del cubismo y las posiciones formales del nuevo clasicismo. A este respecto, la pintura es mucho más canónica en sus planteamientos que la llamada Naturaleza muerta cubista de la Colección Arte Contemporáneo (Museo Patio Herreriano, Valladolid). El cortinaje que el espectador advierte en la parte superior del cuadro es un recurso de teatralidad que fija o subraya la entidad de la obra como representación, distanciándose la noción de cuadro-objeto planteada por la propia estética cubista. Como suele ocurrir en este tipo de propuestas de lenguaje dual, se establece una escala de gradación en los efectos de la mimesis: de los planos abstractos en que está resuelto el pie de la mesa, al carácter descriptivo, aunque someramente descriptivo, de las contraventanas y del cielo nublado. Con todo, la verdadera protagonista del cuadro es la luz, la luz natural que inunda la habitación y que se expresa a través de intensidades cromáticas objetivas. El protagonismo de la luz natural podría incitar al espectador a percepciones simbolistas de la obra, pero para evitarlo, el plato de pescado, que sitúa una dominante óptica y compositiva basada en el encuentro de una equis y un círculo, sirve también para anclar el carácter doméstico de la obra y su relación con la tradicional compresión del bodegón como encuentro con el placer físico de los sentidos.

Aunque los futuristas habían planteado muy pronto la relación interior/exterior en obras de lenguaje cubista, desde el principio de la calle entra en la casa, expresado en sus manifiestos, se debe a Juan Gris (en su Naturaleza muerta y paisaje. Plaza de Ravignan, de 1915) la introducción del motivo, y del iconotema, en el ámbito cubista propiamente tal. Mark Rosenthal ha escrito sobre la importancia del asunto, vinculando la experiencia de Gris, tan importante en la década final de su producción, con el diálogo iniciado por el pintor madrileño con Matisse a partir del encuentro de ambos en Coillure en 1914 (2) . Aunque Gris ya había planteado el problema en la relación entre interior y exterior en el ámbito ortodoxo del cubismo desde 1912, la solución adoptada en 1915 conculcaba varios principios cubistas originarios: la homogeneidad absoluta de la superficie, la relación de identidad entre fondo y figura, la concepción del cuadro como superficie bidimensional y la derogación de las nociones convencionales –ópticas- de perspectiva y profundidad. Gris resolvió las contradicciones que planteaba la introducción de este motivo mediante la confección de rimas plásticas que concatenaban la grafía de la ventana abierta y del exterior con los demás motivos representados. Otros pintores cubistas, sin embargo, asumieron sin más el efecto naturalista que el motivo introducía. La relación entre cubismo y nuevo clasicismo favorecía esta heterodoxia con respecto a los planteamientos del cubismo inicial. El propio Picasso no se resistió a abordar una experiencia de este tipo, y lo hizo, en 1919, en una de sus obras maestras de la posguerra: Naturaleza muerta delante de una ventana en Saint-Raphaël (3) . La abundancia en el catálogo picassiano de estudios previos y de otras piezas de la misma fecha con semejante planteamiento iconográfico muestra la importancia que revistió el asunto en el cubismo tardío. No es por tanto anecdótico que Manuel Ángeles Ortiz decidiera abordarlo. En Picasso, la importancia determinante del balcón abierto como configurador del espacio interior de la obra llegaría, aunque asumiendo otro contenido, hasta La danza. En otros autores del entorno de Manuel Ángeles Ortiz, como Pettoruti, el asunto se convertiría en un verdadero leitmotiv de su obra, aunque siempre en la tentativa de describir el misterio de los objetos a través del claroscuro.

Por otro lado, la iconografía de los peces sobre el plato pudiera no ser meramente compositiva o anecdótica. Y me refiero a algo que va más allá de los esquemas propios de la naturaleza muerta como género. Marcoussis realizó una obra con los mismos temas y motivos que Manuel Ángeles Ortiz en fecha semejante. Picasso había introducido el motivo de los pescados en una naturaleza muerta ante un balcón abierto realizada entre 1922 y 1923 (4) . Aunque Picasso, siempre tan tendente a lo castizo, colocó sus pescados –que eran tres, número mágico picassiano– sobre un papel de envolver, como si estuvieran recién traídos del mercado. Las coincidencias no son muchas, pero intuitivamente existe la tentación de pensar que la iconografía en cuestión podría funcionar en el contexto cubista à bruit secret, tal como ocurría con el iconotema de la guitarra (5) . Que Balcón abierto y plato con pescados perteneciera al poeta Emilio Prados es un indicio favorable a su interpretación más allá de lo meramente visible. Y, desde luego, quien hizo que la iconografía de los peces convertidos en pescados tuviese un significado otro fue Salvador Dalí. En obras como Composición con tres figuras. Academia neocubista (1926, Museo de Montserrat) o Naturaleza muerta al claro de luna (1926-1927, MNCARS, Madrid), por ejemplo, los pescados, que siguen muy de cerca el modelo de los de la obra de Manuel Ángeles Ortiz, han sido convertidos en peces blandos y poseen un claro sentido fálico, proyectados desde un simbología de estirpe freudiana.

Eugenio Carmona


Inscripciones
Firmado: en el ángulo superior izquierdo del lienzo: «Ángeles Ortiz 1924»

Procedencia
Colección Emilio Prados, Málaga-Madrid / Colección Antonio Boraita / Colección Julia Benito Martínez, Madrid.

Exposiciones
Manuel Ángeles Ortiz, Madrid y Granada, Museo Nacional Centro de Arte Reina
Sofía, Junta de Andalucía y Diputación de Granada, 1996. No figura en el catálogo.
Reproducido en el folleto de invitación que acompañó a la exposición en su presentación en Granada.

Bibliografía
Davidov, Lina, «Biografía», en Manuel Ángeles Ortiz, Madrid y Granada, Museo
Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Junta de Andalucía y Diputación de Granada,
1996, p. 193.

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(1) Sobre la producción cubista del pintor véase: Carmona, Eugenio, «Manuel Ángeles Ortiz en los años del Arte Nuevo, 1918-1938», Manuel Ángeles Ortiz, Madrid y Granada, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Junta de Andalucía y Diputación de Granada, edición a cargo de Lina Davidov y Eugenio Carmona, 1996, pp. 17-44. . volver al texto

(2) Rosenthal, Mark, «Juan Gris, en la ventana abierta», Juan Gris, 1887-1927, Madrid, Ministerio de Cultura, Edición a cargo de Gary Tinterow, pp. 53-63.
. volver al texto

(3) Joseph Palau i Fabre, en Picasso. De los ballets al drama (1917-1926), titula esta obra El azul del mar invade la estancia y la cataloga con el nº 515. . volver al texto

(4) Mesa con peces y objetos diversos, en Palau i Fabre, obra citada, catálogo nº 1281. . volver al texto

(5) La simbología erótica de la guitarra en Picasso, intuida por varios autores y planteada abiertamente por John Richarson (en colaboración con Marilyn McCully, A Life of Picasso, Vol II. 1907-1914, Londres, Jonathan Cape, 1996 ) se cumple fehacientemente en Manuel Ángeles Ortiz; a este respecto véase: Carmona, Eugenio, «Manuel Ángeles Ortiz en los años del Arte Nuevo, 1918-1938», Manuel Ángeles Ortiz, Madrid y Granada, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Junta de Andalucía y Diputación de Granada, Edición a cargo de Lina Davidov y Eugenio Carmona, 1996, p. 33 y nota 54. . volver al texto

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febrero 23, 2008





septiembre 28, 2006

Valdivia-Pilolcura /Feb.2005 Un león que descansa.

Días de verano, atardeceres de mar y arena, de sueños y realidad...

No sabía cual sería la primera, solo quería una en que el Sol me maravillara de manera inusual, también quería una que existiera de un momento vivido, del ojo que la contempla, de la mano que la relata, de la razón que dirige la mano que dispara en el preciso instante en que todo aquello sucedió.
No sabía cual sería la primera, pero sabía que quería un Sol, quizás como una especie de honor a la dirección de este blogger, y quien sabe por cuantos motivos mas.

LA HISTORIA DE MI BLOGGER ...estaba en msn hablando con un contacto a quien semiconozco y entre tanto intercambio de idea me envió la dirección de su blogger... clic y apareció entonces, nos reconocimos el blogger y yo...
días antes... había estado yo escribiendo sobre el papel reciclado de una libreta (pronta a acabársele las hojas), la idea de trascender en el tiempo con por medio de memorias, de apuntar los estados de reflexion que a menudo y últimamente suelo tener, los momentos de desahogo a través de las palabras, las asociaciones de eventos y historias que se suscitan en mi vida y hasta los disparates de ideas absurdas que luego pudiesen cobrar sentido... días después... el 27 de septiembre, volvía a mí esa suerte de adicción por no querer dejar escapar ni un solo nano segundo mas, de autoexplotar virtudes y derrotar debilidades, cómo? queriendo robarle a la vida mil historias y hacerme responsable de la memoria de cuantas pueda...